sábado, 4 de diciembre de 2010

ENTREVISTA A CRISTINA PERI ROSSI por Tony Montesinos

martes 5 de octubre de 2010
Entrevista capotiana a Cristina Peri Rossi, por Toni Montesinos




En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló "Autorretrato" (versión en español dentro de su libro Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente "entrevista capotiana", con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de la poeta, narradora y traductora uruguaya Cristina Peri Rossi.

_Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamas de él, ¿cuál eligiría?
_Viviría en el Paraíso, si existiera, siempre y cuando no tuviera que morirme previamente. Y los Paraísos existen a condición de que no se les encuentre. Pero a veces, haciendo el amor de manera tántrica (no follando, son cosas diferentes) he creído estar en el paraíso, “segunda calle a la izquierda”. Dura poco. Los Paraísos son efímeros. Hay otra manera, también, se sentirme en El Paraíso: el síndrome de Stendhal. Lo puedo sentir mirando un atardecer, un rostro hermoso, un cuadro, escuchando a Lara Fabian cantando Je suis malade o a Pavarotti cantando Mama Lucia. O caminando con la persona a la que amo. El síndrome también es efímero, pero crea adicción. Para mí, el Paraíso es la belleza y la emoción.
_¿Prefiere los animales a la gente?
_Me gustan algunos animales y también algunas personas. Entre los primeros, prefiero a una especie de monos llamados bonobos, dichosos y pacíficos. Nunca cometen un solo acto de violencia, y los etólogos han descubierto que se debe a que se dedican a dos actividades exclusivamente: comer y acariciarse. Se tocan todo el tiempo, y eso les quita agresividad. No existe la interdicción del incesto y fornican entre todos, sin distinción de sexo, edad y parentesco.
_¿Es usted cruel?
_Eso deberían contestarlo los demás. En todo caso, detesto la crueldad.

_¿Tiene muchos amigos?
_Nunca son suficientes, para la necesidad de cariño que tenemos los seres humanos.
_¿Qué cualidades busca en sus amigos?
_La bondad y la generosidad.
_¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Siempre, en alguna medida, decepcionamos a los demás, y los demás nos decepcionan; sabiendo que la decepción es mutua, resulta menos dolorosa. Pero sé que tengo algunas amigas incondicionales, que pueden comprenderme o aceptarme sin comprenderme.
_¿Es usted una persona sincera?
Mucho, pero la sinceridad absoluta y completa, en todo momento, haría imposible las relaciones humanas. Sólo al antiguo confesor –modernamente, el psicoanalista- se le puede decir toda la verdad y nada más que la verdad. Somos ambiguos y contradictorios, de modo que la verdad es transitoria. Pero yo necesito una testigo, siempre. Me gusta la confidencialidad, la complicidad.
_¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
No distingo claramente entre mi tiempo libre y el ocupado. Quiero decir que cuando paseo, estoy en el cine o en una cafetería, posiblemente estoy trabajando muy seriamente, y cuando estoy escribiendo también. Si la pregunta se refiere a mis aficiones, tengo muchas: casi todos los juegos, salvo el póquer, los paseos, la naturaleza, la conversación con los demás, la biología, la música, el cine, la filatelia, las matemáticas y los museos.
_¿Qué le da más miedo?
_El miedo.
_¿Qué le escandaliza?, si es que hay algo que le escandalice.
_Terencio (plagiado, luego, por Goethe): “Nada de lo humano me es ajeno”, de modo que no me escandalizo.
_Si no hubiera decidido ser escritora, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
_Se puede ser creativo caminando por un parque, dedicándose a la botánica, al solfeo o a colocar ladrillos. La creatividad es una aptitud, de modo que la hubiera empleado en cualquier cosa.
_¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
_Me encanta caminar, ya sea por las ciudades, por la playa o por un bosque.
_¿Sabe cocinar?
_Muy poco, pero lo hago, y cuando puedo, lo evito. Pero he cocinado muchas veces
como acto de amor.
_Si el Reader's Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre "un personaje inolvidable", ¿a quién elegiría?
_A Julio Cortázar. No me lo encargó el Reader’s Digest, pero ya lo hice, para la editorial Omega.
_¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
_Amor.
¿Y la más peligrosa?
-Narcisismo.
_¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Sólo de amor, y era una metáfora.
_¿Cuáles son sus tendencias políticas?
La justicia, la libertad, la solidaridad, la igualdad y el feminismo.
_Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
_Directora de cine.
_¿Cuáles son sus vicios principales?
He dejado de fumar –con un doloroso sacrificio- y los demás son inconfesables.
_¿Y sus virtudes?
_La empatía. Me pongo fácilmente en el lugar de los demás.
_Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
_Una vez, cuando tenía diez años, estuve a punto de ahogarme, y sentí que morirse podía ser fácil, rápido y poco doloroso. Otra vez, a los cincuenta, también estuve a punto de morirme, y en ese momento de extrema debilidad, lancé una carcajada: evoqué toda mi vida en un instante y me dieron unas ganas locas de reírme, todo carecía de importancia. Tengo la esperanza de que esa se repita: al morir, lanzar una carcajada final. La cercanía de la muerte relativiza todo. Sólo las hormonas –o sea, la juventud- exageran, hacen de la vida una anfractuosidad.


T. M.

viernes, 26 de noviembre de 2010

TRADUCIR, AMAR

TRADUCIR, AMAR



La relación entre un escritor o escritora y el lector o lectora es una relación de seducción. El intermediario de esa seducción es el texto. Yo, como escritora, sé que
para atrapar al lector, para invitarlo a empezar o a seguir leyéndome, tengo que sedu
cirlo de alguna manera, de lo contrario, ejercerá una autoridad enorme sobre mí: cerrará el libro, no volverá a abrirlo. Un libro no leído no existe, es como si no hubiera sido escrito nunca. ¿Cómo seducir entonces a ese lector o lectora abstractos, cuyo rostro no conozco, cuyos gustos ignoro, del cuál no sé ni su profesión, ni su estado civil, ni siquiera su edad o su opción sexual? Primero, debo imaginarlo. Yo imagino un lector o una lectora inteligentes, cultos, curiosos, con un gran afán de conocimiento, que leen no para entretenerse sino para intentar comprender un poco más; un lector o una lectora valientes, capaces de aceptar las contradicciones, los ángulos oscuros, y siempre, siempre, sensibles a la lengua en la que escribo, dispuestos a disfrutar con la manera de decir las cosas tanto o más que con las cosas que digo. Les aseguro, de entrada, un placer: el placer de la lengua. El otro placer que supongo les puedo dar es el de descubrir o redescubrir algún aspecto de la condición humana cuyo conocimiento –aunque doloroso- le proporcionará el goce de saber. “!Qué lindo, duele!”, exclamó una niñita de tres años la primera vez que se quemó la yema de un dedo con el fuego. En esa frase está toda la ambigüedad del conocimiento: aunque el saber sea doloroso, puede proporcionar un poco de placer. La primera exclamación de la niña, ¡qué lindo!, es la expresión de su placer; la segunda, la comprobación de un dolor. Ambas cosas pueden mezclarse y en efecto se combinan no sólo en el sadomasoquismo inherente a la condición humana, sino en muchas actividades.
Yo intento seducir a ese lector o lectora imaginarios desde el título del libro. Soy muy
cuidadosa con los títulos, procuro que siempre sean sugestivos. Quizás porque recuerdo que cuando era una adolescente (por tanto, una ignorante) me adentraba en el vasto mundo de las bibliotecas públicas con el único instrumento de los títulos de los libros. Desconocía a la mayoría de los autores que habían escrito millones de libros desde el comienzo de la Historia, y como no existía Internet, tenía que guiarme por los títulos. No sabía quién era Carson McCullers, por ejemplo, pero cuando descubrí en un catálogo que había escrito una novela que se llamaba “La balada del café triste”, lo compré enseguida. Un libro con ese título tan sugestivo tenía que fascinar a una lectora romántica como yo. El título estaba compuesto por palabras llenas de poesía para mí. “Balada” es una bella palabra llena de música y asociada al amor, al canto.
En cuanto a las cafeterías eran, y siguen siendo para mí, santuarios del deseo y de la seducción. Y las cafeterías tristes son un símbolo romántico: lugares de encuentros y desencuentros, de soledades, música y pasiones ocultas.
Por eso, cuando bautizo uno de mis libros intento que pueda sugerir, más que decir. “El museo de los esfuerzos inútiles” titulé una de mis colecciones de relatos. Me imaginé que el libro podía ser leído por gente con imaginación, con fantasía, dispuestos a saltarse los límites de la realidad. Así fue.
Si bien es cierto que cuando el escritor publica un libro desde ese momento el libro deja de pertenecerle y cada lector o lectora leerá su libro, no el que escribió el autor,
también es cierto que los escritores soñamos con el lector o la lectora que lea el que realmente escribimos. Y ese lector o lectora suele ser el traductor o la traductora.
Los traductores vocaciones, los que traducen por amor al libro y no por dinero, son verdaderos enamorados. El amor no es ciego (afirmación que hizo Sócrates de manera
radical: el enamorado es quien conoce mejor el objeto de su amor porque le presta una atención tan exclusiva, tan delicada que llega conocerlo mejor de lo que se conoce a sí mismo) y el traductor penetra (soy consciente de la acepción sexual del término) el texto como quien conquista un territorio, lo exprime, lo explota, lo desmenuza para poseerlo. También es verdad que se enfrentará a un escollo inevitable: aunque haya
leído el libro que el autor escribió, se enfrentará a una frustración: no hay traducción, sólo hay versión. Una palabra en una lengua nunca sonará igual en otra, con lo cual se pierde una parte invalorable del texto, que es su sonoridad. Una lengua es música.
Y las lenguas tienen diferentes musicalidades. Entre lenguas vecinas, del mismo tronco, como las latinas, es posible perder menos en la traducción, aunque siempre el traductor lamentará no haber podido salvar la musicalidad completa. Es verdad que decir amor es muy parecido a decir “amour”, pero la sonoridad es diferente, más clara en castellano, más oscura en francés. Aún así, reconociendo ese escollo insalvable, esa frustración, reconozco que como no sé griego antiguo, me felicito de que exista una buena traducción de la Ilíada, de Homero, donde pueda leer la metáfora con que la madre de Héctor le suplica que no combata con Aquiles, porque perecerá. En lugar de decirle “hijo mío”, le dice: “querido pimpollo a quien parí”. No sé cómo sonará en griego antiguo, pero me basta con la emoción de la metáfora. Veo el pimpollo, no al hijo.
Nadie conoce mejor un texto que quien lo traduce, porque para hacer una buena traducción hay que descubrir la elección que hizo el autor de cada palabra. Yo recuerdo una experiencia muy divertida con Anna Jonas, mi traductora al alemán, hace más de veinte años. Ella es poeta, también, y una experta traductora; lee y habla el castellano perfectamente.
Nos conocimos en Berlín, cuando yo disfrutaba de la invitación del DAAD. Yo había titulado un poema “Aquí todavía todo está flotando”, y a las tres de la mañana de mi primera noche en Berlín (Konstanzerstrasse) me despertó para preguntarme de dónde demonios me había sacado yo ese título. La verdad es que se lo había pedido prestado a Max Ernst, uno de mis pintores favoritos, a quien le había tomado en préstamo también el título del libro: Europa después de la lluvia, uno de los cuadros que más me han estremecido en esta vida. “Aquí todavía todo está flotando” era un pequeño dibujo del mismo autor, cuyo título usé en castellano, por no haber encontrado la referencia original. A las tres de la mañana de una invernal noche oscura en Berlín Occiddental, le respondí a Anna Jonas que el título era el de un dibujo poco conocido de Max Ernst. Mostró su escepticismo. Ella conocía muy bien la obra de ese pintor y no tenía ninguna referencia a ese dibujo, yo debía haberme equivocado. La presunción me ofendió, porque si bien soy humana y me equivoco muchísimas veces, recordaba perfectamente el dibujo que durante mucho tiempo colgó de la pared de mi escritorio. “¿Dónde está el dibujo? Enséñamelo”, me conminó Anna Jonas. Le dije que el dibujo colgaba de la pared de mi despacho en Barcelona, no se me había ocurrido viajar con él a Berlín. Colgó el teléfono diciéndome que iba a consultar (no a las tres de la mañana, supuse) a una especialista en la obra de Max Ernst.
Me fui a dormir confiando en la especialista en Max Ernst y por la mañana me dediqué a caminar por la Kudamm, que me fascinó, a entrar a las cafeterías berlinesas que me parecieron las más íntimas y acogedoras de este mundo, completamente olvidada del poema, de la traductora y de Max Ernst. Al mediodía, me llamó Anna Jonas. Ahora estaba mucho más amable. Había confirmado que el dibujo existía, ahora bien, ¿el barco al que yo me refería en el poema, flotaba en el agua o flotaba en el espacio?, porque en alemán, había dos verbos distintos según dónde se flotara. Esa revelación me sumió en el asombro. De modo que el alemán era una lengua tan refinada que podía distinguir entre flotar en el agua o flotar en el aire, como flotan los globos. Para mí, las revelaciones del lenguaje son tan importantes como para los primeros cristianos fueron la de los apósteles (los escritores somos los apóstoles de las lenguas). La cuestión era que, precisamente, en mi poema, yo quería mantener la ambigüedad, que no se supiera bien dónde flotaba la nave, si en en agua o en el aire, como ocurría en el dibujo de Max Ernst. Anna Jonas me comprendió, tradujo el poema lo mejor que pudo y supo y a partir de ese momento se estableció entre nosotras tal complicidad, tal armonía que recuerdo una vez, en un festival literario en Berlín, varias televisiones de diferentes países me estaban entrevistando, y yo, luego de dar una conferencia, me encontraba bastante cansada. Además, me hacían preguntas muy importantes que no tenían nada que ver con la literatura, sino
con la situación política de mi país de origen, Uruguay, que atravesaba el peor momento de su historia, con una horrible dictadura. Anna Jonas traducía mis respuestas en castellano para las televisiones de Suecia, Holanda, Alemania y otros países. En determinado momento, observando que yo estaba realmente agotada, me dijo en perfecto castellano: “si quieres respondo yo como si fueras tú” y efectivamente,
le agradecí que contestara como si realmente hubiera vivido alguna vez en Montevideo, como si conociera la dictadura. ¿Puedo decir que no las conocía? Cada vez que nos encontrábamos -y nos encontrábamos todos los días para dar largos paseos o pasar la tarde en esas hermosas cafeterías que yo adoraba- se había establecido entre nosotras una gran complicidad, ella quería saberlo todo de mí, no sólo aquello que había escrito y yo hablaba como si se tratara de mi doble, mi espejo. Como hacen muchas veces los traductores, al poco tiempo Anna Jonas se fue a conocer Montevideo, las cafeterías de las que yo le había hablado, las avenidas y las librerías que yo evocaba con nostalgia en época de exilio. Y podía responder por mí cualquier pregunta sobre el país.
La relación entre el traductor o la traductora y el escritor o la escritora es una relación amorosa, de seducción. Del mismo modo que es inevitable que surja un vínculo
erótico entre la modelo y el pintor (entre el modelo y el pintor) la relación que se establece entre traducido y traductor desborda la tarea profesional y se adentra en lo subjetivo, en lo amoroso, en el espejo. El traductor suele absorber el mundo imaginario de su traducido y muchas veces éste se siente invadido, aunque para mí, la emoción de sentirme invadida es estimulante, me gusta mucho compartir y no tengo miedo a perder lo que deseo dar.
Nadie puede halagar más el narcisismo de un escritor que su traductor o traductora que respeta enormemente la obra a la vez que la disecciona, la desmenuza para descubrir porqué empleó esa palabra y no otra. Hay un momento de fusión entre ambas personalidades que tiene muchas de las características del enamoramiento apasionado.
Pero el traductor no es ni debe ser sumiso. El escritor, tampoco.
En un breve diario que llevé durante tiempo, escribí lo siguiente: “Entre las peleas de enamorados, que revitalizan siempre a Eros, las que prefiero son las peleas por palabras que surgen entre quien me traduce y yo. Discutir con A. o con B. acerca de
si la palabra advenediza suena mejor en castellano que en francés o intentar explicar porqué prefiero vulva a sexo me enardece, me hace gozar y es una forma de conocernos mejor… y de amarnos más.”
Sin embargo, hay un momento peligroso en la relación íntima entre el escritor o la escritora y su traductor o traductora. Es cuando el traductor o la traductora se sienten los autores del texto, los creadores. Como traducir es poseer, dominar, a veces puede ocurrir que el traductor o la traductora crean ser los dueños de la obra. Es un pecado de vanidad que hay que cortar de raíz. Ni yo, la autora, soy la autora del texto
(en la medida en que tengo infinitas deudas con la realidad, con los demás escritores del pasado o del presente) ni el traductor o la traductora son los dueños del texto al haberlo traducido. Es verdad que mi libro Solitario de amor no existía en alemán hasta que alguien lo tradujo, pero ni yo, la autora, soy completamente responsable del libro, ni lo es mi traductora. Quizás la versión alemana sea nuestra hija en común, pero en todo caso, se trata de una complicidad, no de una autoría.
Debo decir que esa complicidad que se establece entre yo como autora y quien me traduce es de los sentimientos más agradables y placenteros que he experimentado en la vida. Y me entrego a él sin límites, sin guardar nada para mí. En realidad, yo también redescubro el texto en la medida en que alguien lo traduce; descubro aquello que mientras escribía venía del inconsciente y que al traducirlo, aparece en el ámbito de la conciencia. Es la única oportunidad que me doy de recordar aquello que escribí, poque estoy convencida de que para seguir escribiendo, hay que olvidar lo escrito. (En un programa de radio, hace un par de años, la locutora, en medio de la entrevista, leyó un poema y me invitó a descubrir quién lo había escrito. Del otro lado de la cabina, le hice gestos desesperados de ignorancia: yo no sabía de quién era el poema, aunque me parecía muy bueno. Ella, sin dejar de leer, me señaló firmemente con el dedo índice: yo era la autora. Me reí silenciosamente. Es verdad que había publicado ese poema hacía más de veinte años, pero formaba parte de mi desmemoria voluntaria de lo escrito, estrategia para seguir escribiendo.)
Y por fin, como toda relación amorosa, está el tercero incluido: el traductor suele traducir también pensando en alguien a quien ama, a quien le gustaría dedicar su traducción. En mi libro Playstation narré, en forma de poema, la experiencia más hermosa que tuve con un traductor. Fue un traductor espontáneo, un joven y guapo ingeniero forestal que trabajaba repoblando de encinas un bosque quemado en Catalunya. Por azar leyó mi novela Solitario de amor y se enamoró del libro. Como estaba también enamorado de una mujer, en París, que hasta ese momento había sido indiferente, y creyó encontrar en las páginas de mi libro los sentimientos y las emociones que él experimentaba hacia ella, comenzó a traducirle mi libro al francés por las noches, cuando la visitaba. La mujer se hizo cada vez más sensible al amor de mi traductor y un día comenzó a grabar el texto en francés. Él me lo envió, confesándome que no era un traductor profesional, sino un hombre enamorado, y a mí me gustó tanto su versión de mi novela que logré que la editorial francesa la publicara.
No pude menos que evocar el pasaje de La Divina Comedia, de Dante, cuando Francesca, condenada por sus amores adúlteros con Paolo a peregrinar siempre por el círculo de los lujuriosos, le narra al poeta cómo se enamoraron. Cuenta Francesca que una tarde Paolo –su cuñado- le leía en voz baja los amores del caballero Lancelote por la reina Ginebra (amores adúlteros), y cuando llegó al pasaje en que besa los labios de la reina, “éste, que nunca se separa de mí, besó los míos. // Esa tarde, no leímos más”, concluye delicadamente Francesca.
La cadena era inevitable: Paolo seduce a Francesca a través del texto de los amores de Lancelote y la reina Ginebra, del mismo modo que mi traducotr enamoró a su amada leyéndole mi novela Solitario de amor. Yo pude disfrutar de esta relación especular más que mi traductor, que no conocía el texto de Dante ni la leyenda de Lancelote del lago.
Quizás el amor no es en definitiva tan solitario, mientras existan textos para traducir:
son espejos. Y si a veces nos traicionan (1) también es verdad que nos revelan.

1) Octavio Paz, poeta y traductor, fue quien estableció el paralelismo: traducir-traicionar. Llamaba a sus traducciones “versiones”, porque concedía al traductor la facultad de modificar los textos. En verdad, hay traducciones que mejoran los originales y otras, lamentablemente, los empeoran.

viernes, 30 de julio de 2010

NI DEMASIADO GRANDES NI DEMASIADO PEQJUEÑAS

Así tienen que ser las piedras para lapidar a Sakineh Ashtiani, 43 años, viuda, acusada de mantener relaciones sexuales extramatrimoniales en Irán, cuyas sabias leyes dicen que el testimonio de un hombre vale más que el de cuatro mujeres. Las supuestas relaciones las mantuvo nueve años después de quedar viuda. Ella las niega y dice que fueron arrancadas bajo tortura; los noventa y nueve latigazos ya los recibió. (Haga la prueba: coja un cinto e intente darse 99 latigazos en la espalda, le faltará lugar, tendrá que golpear muchas veces en la piel ya amoratada.) El Código Penal iraní, modificado en 1983 luego de la revolución islámica, tiene la delicadeza de especificar cómo han de ser las piedras con las que golpear hasta morir a una mujer, previamente enterrada hasta el cuello: ni demasiado grandes como para favorecer una muerte inmediata, ni demasiado pequeñas como para inferir sólo heridas superficiales. Una tortura lenta. Todo un arte este de la lapidación. Esta sofisticada pena de muerte rige en Irán, Indonesia, Afganistán y Somalia que tienen representantes en la ONU. Pero los países que integran este organismo no han considerado la posibilidad de una presión internacional para salvar a Sakineh (en Afganistán se han descubierto unas importantes reservas de litio, material imprescindible para los cacharros tecnológicos). Si supimos algo fue a través del esfuerzo de un abogado iraní, Mohammad Mostafel, que ha difundido en la prensa y en Internet la injusticia y ha pedido clemencia. Amnistía Internacional ha recogido firmas pidiendo que no se aplique la pena. Por el momento está suspendida (no sé si están buscando las piedras del tamaño apropiado) por la solidaridad del espacio virtual, pero nadie sabe si es sólo una suspensión temporal o están esperando que amaine para lapidarla en secreto y en silencio, mientras los gobiernos suscriben sus tratados y se llenan la boca hablando de relativismo cultural. ¿Qué es esto del relativismo cultural? ¿Debemos considerar la lapidación como una manifestación cultural de algunos pueblos o religiones? ¿Debemos considerar la prostitución como una manifestación cultual del patriarcado? Los derechos humanos existen y son universales. Es un principio que han suscrito la mayor parte de los gobiernos. Y están por encima de cualquier manifestación cultural, religiosa o de una tradición. ¿O la esclavitud es una manifestación tradicional de los blancos sobre los negros y por eso no había que erradicarla?
Creo que lo del relativismo cultural es el refugio que han encontrado las costumbres bárbaras, las tradiciones más conservadoras y la supremacía del macho sobre las mujeres. Queda feo defender esos privilegios en nombre de la superioridad, ahora se hace en nombre del relativismo cultural. Si quiere ayudar a Sakineh y a su abogado, firme el manifiesto que encontrará en Amnistía Internacional o en http://misisionfreeiran.org/201d0/07/16/list-stoning-victims/

martes, 13 de julio de 2010

Una mujer independiente

Una escritora independiente


Me despierto a las siete de una mañana invernal; todavía está oscuro y hace frío en la habitación, de modo que oprimo el conmutador, y enciendo la luz: primera dependencia, de la compañía energética que la suministra. Es la misma que me permite encender la estufa eléctrica. Voy a la cocina. Enciendo el gas para prepararme el desayuno; qué bueno, soy una mujer independiente que depende del gas. Después, voy al baño, abro el grifo de la ducha. Una ducha bien calentita, mujer independiente: dependes de la compañía que suministra el agua. Bajo a hacer las compras. El mercado está abierto: la mujer independiente depende del panadero, que hace el pan, del horticultor, que plantó y recogió tomates, del pescador que salió al mar y de los camiones que distribuyen la fruta. Compro el diario. Sin impresoras, no habría diarios. Y si hay diarios, mujer independiente, es porque hay árboles que talar. En total, creo que he gastado quince euros. ¿De dónde han salido los quince euros de la mujer independiente? De la última lectura que hice de mis poemas, en un palacio hoy convertido en museo: me ha pagado una subvención del Ministerio de Cultura, o sea, los ciudadanos y ciudadanas de este país. Poesía a cambio de luz eléctrica, tomates y agua corriente: sin lectores, no hay poesía.
Vuelvo a mi casa. El ascensor está roto. Debo de subir hasta el décimo, por la escalera que diseñó un innominado constructor; pero tengo un nervio pinzado, por tanto, no puedo subir: dependo de mi cuerpo. Y mi cuerpo, a veces, se rebela. No puedo subir ni bajar y no arreglarán el ascensor hasta el lunes, porque es viernes al mediodía.
Llamo a una amiga porque yo tengo móvil y ella también. Le pido permiso para ir hasta su casa, porque no puedo subir hasta la mía. Me contesta que lo siente, pero en este momento está a punto de irse de fin de semana al pueblo.
Me voy al hotel de la esquina. Por suerte, tengo tarjeta de crédito y carné de identidad.
Cuando entro a la habitación, puedo elegir entre meterme en la cama o mirar la televisión. Y si miro la televisión, tengo la independencia como para elegir un canal u otro.


(A proóstio de Las independencias, en La estafeta del viento, Madrid,

lunes, 28 de junio de 2010

Homosexualidad y curanderismo
Ha llegado a oídos de la consellera de Sanitat, Marina Geli, que hay clínicas privadas
y psiquiatras que lucran con supuestas “curas” de la homosexualidad, y con toda la
razón del mundo, se ha propuesto investigar cuáles son esos “tratamientos”. Porque
difícilmente se puede curar algo que no es una enfermedad y desde el siglo pasado
la comunidad científica ha descartado que lo sea.
Yo le puedo informar que hace muchos años en la otrora clínica Tibidabo,
se aplicaba tratamientos de choque eléctrico a aquellos hombres que pretendían modificar su comportamiento sexual adaptándolo a la norma. Y curiosamente, quien practicaba tan inhumano tratamiento… era un gay asumido, que vivía públicamente con su pareja y no tenía el menor interés en dejar de serlo, sino que gozaba con él. Cuando le reproché el “tratamiento” que le dispensaba a aquellos incautos, me dijo que lo hacía a demanda y que el comportamiento homosexual afectabmuchas veces las condiciones laborales, la vida social y familiar de las personas. De acuerdo. Completamente de acuerdo: durante muchos siglos, hemos vivido bajo la represión de las conductas homosexuales. Pero también, durante siglos, hemos luchado por erradicar la homofobia, y en la actualidad, disponemos de muchos recursos para proteger y amparar a quienes son perseguidos o excluidos por su actividad sexual. Los homosexuales disfrutan en este momento de igualdad con los heterosexuales, tanto legal como social, pues si sufren alguna persecución homófoba, pueden denunciarla. Y en todo caso, vuelvo a decir algo que le dije entonces a ese hipócrita psiquiatra que electrochocaba a sus pacientes, les cobraba un pastón, mientras él gozaba plenamente de su condición de gay: quien tiene que cambiar es la sociedad, no el homosexual. Un psiquiatra debe ayudar al homosexual a aceptarsea sí mismo, a vivir con libertad y alegría su condición, a no sentirse discriminado, y si lo es, a denunciar la discriminación
Parece que Josep Antoni Duran Lleida también está de acuerdo con los psiquiatras que se forran prometiendo una “cura” a la homosexualidad, aunque no explica cuál es la terapia científica, efectiva y contrastada para hacerlo. ¿Le gustaría que un hijo o una hija
suya recibieran una serie de electroshocks o le irradiaran golpes eléctricos mientras les
proyectan escenas homosexuales? Pavlov estaría contento, seguramente, pero ha sido superado hace muchos años. Y Pavlov lo hacía con perros, no con humanos.
Lo ayuda que debe hacer un psiquiatra ante un homosexual es ayudarlo a aceptarse, a luchar para ser quien es sin sentirse perseguido ni humillado y contribuir desde su profesión y su humanidad a que no exista ninguna discriminación social, laboral o familiar ni por el color de la piel, ni por el credo religioso, ni por la ideología
política ni por la tendencia sexual. El inconveniente es que quizás con esta actividad
no se forra. Desde aquí invito a Marina Geli a investigar a todos esos profesionales curanderos de enfermedades inexistentes. No han salido de la etapa de cromagnones,
pero ganan mucho dinero con los prejuicios y la represión social.
Homosexualidad y curanderismo
Ha llegado a oídos de la consellera de Sanitat, Marina Geli, que hay clínicas privadas
y psiquiatras que lucran con supuestas “curas” de la homosexualidad, y con toda la
razón del mundo, se ha propuesto investigar cuáles son esos “tratamientos”. Porque
difícilmente se puede curar algo que no es una enfermedad y desde el siglo pasado
la comunidad científica ha descartado que lo sea.
Yo le puedo informar que hace muchos años en la otrora clínica Tibidabo,
se aplicaba tratamientos de choque eléctrico a aquellos hombres que pretendían modificar su comportamiento sexual adaptándolo a la norma. Y curiosamente, quien practicaba tan inhumano tratamiento… era un gay asumido, que vivía públicamente con su pareja y no tenía el menor interés en dejar de serlo, sino que gozaba con él. Cuando le reproché el “tratamiento” que le dispensaba a aquellos incautos, me dijo que lo hacía a demanda y que el comportamiento homosexual afectabmuchas veces las condiciones laborales, la vida social y familiar de las personas. De acuerdo. Completamente de acuerdo: durante muchos siglos, hemos vivido bajo la represión de las conductas homosexuales. Pero también, durante siglos, hemos luchado por erradicar la homofobia, y en la actualidad, disponemos de muchos recursos para proteger y amparar a quienes son perseguidos o excluidos por su actividad sexual. Los homosexuales disfrutan en este momento de igualdad con los heterosexuales, tanto legal como social, pues si sufren alguna persecución homófoba, pueden denunciarla. Y en todo caso, vuelvo a decir algo que le dije entonces a ese hipócrita psiquiatra que electrochocaba a sus pacientes, les cobraba un pastón, mientras él gozaba plenamente de su condición de gay: quien tiene que cambiar es la sociedad, no el homosexual. Un psiquiatra debe ayudar al homosexual a aceptarsea sí mismo, a vivir con libertad y alegría su condición, a no sentirse discriminado, y si lo es, a denunciar la discriminación
Parece que Josep Antoni Duran Lleida también está de acuerdo con los psiquiatras que se forran prometiendo una “cura” a la homosexualidad, aunque no explica cuál es la terapia científica, efectiva y contrastada para hacerlo. ¿Le gustaría que un hijo o una hija
suya recibieran una serie de electroshocks o le irradiaran golpes eléctricos mientras les
proyectan escenas homosexuales? Pavlov estaría contento, seguramente, pero ha sido superado hace muchos años. Y Pavlov lo hacía con perros, no con humanos.
Lo ayuda que debe hacer un psiquiatra ante un homosexual es ayudarlo a aceptarse, a luchar para ser quien es sin sentirse perseguido ni humillado y contribuir desde su profesión y su humanidad a que no exista ninguna discriminación social, laboral o familiar ni por el color de la piel, ni por el credo religioso, ni por la ideología
política ni por la tendencia sexual. El inconveniente es que quizás con esta actividad
no se forra. Desde aquí invito a Marina Geli a investigar a todos esos profesionales curanderos de enfermedades inexistentes. No han salido de la etapa de cromagnones,
pero ganan mucho dinero con los prejuicios y la represión social.

martes, 15 de junio de 2010

Discurso de los políticos

Discursos de los políticos

Por el momento, la única propuesta política que me
ha interesado es la de reducir el gasto electoral, en
cualquiera de las elecciones, no sólo en la próxima. No necesitamos ver los rostros de los los candidatos, ni escuchar sus discursos. Y si usted tiene, como yo, ganas de reírse un rato, ante la crisis general y la torpeza de nuestros representantes, dedíquese a componer discursos políticos, el fin de semana. Le propongo el siguiente método: cuatro columnas con diferentes frases. Usted puede combinar en cualquier orden una de cada grupo, y elaborará un discurso pomposo y altisonante. En la primera columna, algunas de las frases son: queridos compañeros. nuevas proposiciones. Del sistema de formación de cuadros que corresponda a las necesidades. De las condiciones de las actividades apropiadas. Del sistema de participación general. De las formas de creación. Elimine los puntos que he tenido que colocar, y obtendrá pensamientos tan profundos como éste: El afán de organización, pero sobretodo, el desarrollo continuo de las queridos compañeros. Asimismo. Sin embargo no hemos de olvidar que. La práctica cotidiana prueba que. El afán de organización, pero, sobre todo. Incluso, bien pudiéramos atrevernos a sugerir que. En la segunda columna, las frases son: la realización de las premisas del programa. La complejidad de los estudios de los dirigentes. El desarrollo continuo de distintas formas de. El reforzamiento y desarrollo de la actividad. El inicio de la acción de los hechos. En la tercera, elija una de estas: nos obliga a una exhaustivo análisis. Cumple un rol esencial en la formación. Exige la precisión y la determinación. Ayuda a la preparación y a la realización. Facilita la creación. Obstaculiza la apreciación de la importancia. Y en la cuarta, puede elegir: de las directivas de desarrollo para el futuro. De las distintas formas nos obliga a un exhaustivo análisis. O: Queridos compañeros, la complejidad del estudio de los dirigentes ayuda a la preparación de las formas de creación. O: Asimismo, la realización de las premisas las nuevas del programa cumple un rol esencial en la formación de proposiciones. Me sigue? Bonito, ¿verdad? Hay muchísimas más. Yo he seleccionado sólo cinco o seis de un modelo de treinta. Ahora que sabemos cómo escribir discursos políticos grandilocuentes y genéricos, ahorrémonos el dinero de las campañas electorales y no toquemos ni las pensiones ni las ayudas a los dependientes: es una vergüenza rascar de donde no hay. Prueba de la infinita imaginación y valentía de nuestros dirigentes políticos. Última observación: este método no es nuevo. Fue elaborado durante otra crisis, en los años setenta. No ha cambiado una sola de las frases. Feliz fin de semana.

domingo, 23 de mayo de 2010

el espacio de la escritura

El espacio de la escritura

Cristina Peri Rossi

Si mi casa es la escritura, como declaré en el primer poema de Habitación de hotel
(Plaza y Janés, 2006) ¿qué clase de casa es? Siempre es una casa con una ventana
al exterior, por donde yo pueda alargar la mirada, perderla, mirar sin ver, mientras el
texto fluye, desde el interior hacia afuera. Escribo, pues, en un rincón de la casa desde
el cual pueda ver una ventana.
El lugar no tiene que ser muy aparatoso. Quiero decir: si tuviera un despacho elegante,
amplio, con magníficas vistas, y lleno de comodidades, posiblemente me inhibiría.
Tengo que sentir que escribir no es una tarea que necesite mucha sofisticación, ni
muchos afeites: lo importante es lo que se escribe, no cómo ni dónde ni con qué.
Por ejemplo: sé que no puedo escribir en cuadernos muy delicados, caros, lujosos:
me inhibo. Si el papel o la encuadernación son muy finos, me pesa demasiado el
soporte de la escritura, atrae mi atención. En cambio, una vez encontré unas alargadas
libretas negras, de un tamaño medio, ni grandes, ni chicas, con papel en blanco, y
compré casi todo el stock de la papelería: me di cuenta enseguida de que tenía el tamaño,
el color y la forma adecuadas para escribir a mano.
Un espacio con una ventana. Es lo imprescindible. No tengo manías: el espacio puede
ser pequeño y también compartido, siempre y cuando la persona con quien lo comparta
no escuche música.
Cuando era joven, podía escribir con música –clásica-, pero luego, comenzó a molestarme.
En cambio, si hay gente a mi alrededor, pueden conversar, alto o bajo, me da lo mismo:
me concentro con gran facilidad. Creo que eso es lo que me caracteriza: la gran capacidad
de concentración; entro y salgo del texto que estoy escribiendo –poema, cuento, fragmento de
novela- con facilidad, sin temer las interrupciones. Agradezco incluso que me hablen, que
me pregunten si hay mantequilla, si llevé el pantalón o la blusa a la tintorería: entre la realidad
exterior y mi realidad interior hay tal línea de separación (muro) que no interfieren, no se molestan.
Pero cuando doy la escritura por terminada (no escribo todos los días) me gusta mucho que haya
alguien a mi lado para devolverme a la realidad, de lo contrario, aunque haya cesado de escribir
físicamente, corro el riesgo de seguir escribiendo interiormente y que se establezca entonces
una dualidad: el cuerpo en un parte, la mente en otra.
No siento ninguna clase de angustia frente a la hoja en blanco, por la sencilla razón de que
nunca me siento a escribir sin ganas de escribir. No tengo que buscar ni la frase, ni el verso,
ni la escena: escribo cuando tengo la frase, el verso, la escena.
Diferencio clarísimamente entre la escritura física –el momento en que me siento ante el ordenador
o el papel- y la escritura interior, que es casi continua. Y no coinciden. Olvido muchísimas cosas
que pensaba escribir, las abandono. Sé que las importantes volverán, retornarán. Tampoco fuerzo
la escritura. Puedo tener un tema que me parece digno de ser escrito, pero hasta que no resuelvo
interiormente el ángulo del narrador o del poeta y la emoción que quiero causar, no escribo. Por tanto, el papel en blanco para mí, no existe.
No tomo notas. Sé que lo importante volverá. Confío muchísimo en el inconsciente: ese es el espacio
Interior de la escritura. El espacio exterior tiene menor importancia para mí.
Sólo dos manías: detesto que mientras estoy escribiendo frente al ordenador alguien se acerque
para mirar por encima de mi hombro y no me gusta tampoco que alguien lea lo que está escrito
antes de que yo lo considere terminado. Odio la pregunta: ¿y ahora qué va a pasar? En primer
lugar, porque yo no sé qué es lo que va a pasar: escribo para saberlo. Si lo supiera, no lo escribiría.
Escirbir para mí es descubrir la única manera en que las cosas tienen sentido, un sentido, por lo menos. De modo que si lo supiera desde antes, ya habría dejado de interesarme.
Tuve una época (alrededor de los 38-40 años) en que me gustaba escribir vestida completamente de
blanco, uno de mis colores favoritos. Blusa o camisa blanca, pantalón blanco y zapatos blancos.
Me sentía muy cómoda de esa manera. Pero esa manía la abandoné al cabo de tres o cuatro años.
En la época de las máquinas de escribir manuales, solía tener tres. Alguna vez, he escrito simultáneamente en las tres. En una, un relato. En las otras, dos relatos diferentes. Saltaba de una a otra según el proceso interior. Y de pronto, me ponía de pie, me olvidaba por completo de lo que estaba escribiendo y me iba a la cocina, a preparar una tarta de fresas, con jalea incluida. Recuerdo que una vez, mi compañera de piso leyó lo que estaba escrito en las tres máquinas diferentes y me preguntó: ¿Y cómo siguen? Yo, que estaba en plena tarea de repostería, le dije la verdad: “ No lo sé. Pero mientras
cocino, sé que no sólo estoy cocinando la tarta de fresas: cuando termine de cocinar, sabré cómo siguen, sin haber
pensado explícitamente en eso. Confío en el pensamiento sin palabras, en el oculto.”Y así fue.

miércoles, 19 de mayo de 2010

EL BARCO DE LOS LIBROS

Cristina Peri Rossi


Antoni Comas, presidente del Gremi de Editors de Catalunya, presentó hace unos días Una nave de libros para Barcelona: un crucero que traerá desde Roma a más de mil pasajeros, la mayoría turistas y algunos escritores italianos, a celebrar el día de Sant Jordi.
La idea me parece buena: no sólo del Estadio del Barcelona debería vivir el turismo.
Un barco cargado de lectores me trajo a la memoria un barco cargado de libros que conocí en mi juventud, en Montevideo. Los grandes transatlánticos de entonces eran ciudades en miniatura. En el que yo me exilé, de línea italiana, había capilla, sala de juegos, sala de cine, y una pequeña biblioteca. Pero el que recuerdo es un barco fascinante: el Cormorán y Delfín.
Era de la marina mercante, y su capitán, el poeta argentino Ariel Canzani había instalado una gran biblioteca especialmente dedicada a poesía. Recorría los mares anclando en puertos lejanos entre sí, Buenos Aires, Norfolk, Lisboa, Génova donde se entrevistaba con poetas y luego, traducía y publicaba esta red de poesía en la revista del mismo nombre que editaba con esmero. Una revista única en su época, en lengua castellana: universal, moderna, con poesía inédita de todas partes del mundo.
Yo lo conocí en 1969, cuando la revista ya llevaba varios años y subí al barco, a contemplar aquella biblioteca marina, a convesar, fumar y beber con aquellos oficiales versados en poesía que recitaban a Walt Whitman, a Allen Ginsberg, al prohibido García Lorca o a Baudelaire con emoción y orgullo.
Un barco cargado de poesía… El Cormorán y Delfín zarpaba en largas travesías y cuando volvía, en su bodega había mercancías y muchos poemas inéditos para traducir.
Creo que publiqué mi primeros poemas en esa revista.
La imagen me fascinaba: una nave llena de letras. Sólo un par de números (de portada amarilla y letras negras) creo que sobrevivieron a mi exilio.
(Las bibliotecas suelen extraviarse en las penalidades de esta otra travesía.)
Muchas veces me pregunté qué habría sido de este chispeante capitán poeta, que tenía, además de barba, una conciencia social acusada. Era un hombre de izquierdas y creía que la poseía no era un objeto de culto, solamente, sino un instrumento de conciencia.
Había nacido en 1928, e imaginé que la siniestra dictadura argentina podía haber acabado con su vida y su barco de poesía. Hoy, en Internet, encontré la fecha de su muerte (1983) y un sencillo homenaje, que reproduce uno de sus poemas. La revista parece que sigue editándose, porque uno de los oficiales
se contagió. El virus de la poesía recorre las aguas otra vez.

miércoles, 10 de marzo de 2010

TRADUCIR, AMAR



La relación entre un escritor o escritora y el lector o lectora es una relación de seducción. El intermediario de esa seducción es el texto. Yo, como escritora, sé que
para atrapar al lector, para invitarlo a empezar o a seguir leyéndome, tengo que sedu
cirlo de alguna manera, de lo contrario, ejercerá una autoridad enorme sobre mí: cerrará el libro, no volverá a abrirlo. Un libro no leído no existe, es como si no hubiera sido escrito nunca. ¿Cómo seducir entonces a ese lector o lectora abstractos, cuyo rostro no conozco, cuyos gustos ignoro, del cuál no sé ni su profesión, ni su estado civil, ni siquiera su edad o su opción sexual? Primero, debo imaginarlo. Yo imagino un lector o una lectora inteligentes, cultos, curiosos, con un gran afán de conocimiento, que leen no para entretenerse sino para intentar comprender un poco más; un lector o una lectora valientes, capaces de aceptar las contradicciones, los ángulos oscuros, y siempre, siempre, sensibles a la lengua en la que escribo, dispuestos a disfrutar con la manera de decir las cosas tanto o más que con las cosas que digo. Les aseguro, de entrada, un placer: el placer de la lengua. El otro placer que supongo les puedo dar es el de descubrir o redescubrir algún aspecto de la condición humana cuyo conocimiento –aunque doloroso- le proporcionará el goce de saber. “!Qué lindo, duele!”, exclamó una niñita de tres años la primera vez que se quemó la yema de un dedo con el fuego. En esa frase está toda la ambigüedad del conocimiento: aunque el saber sea doloroso, puede proporcionar un poco de placer. La primera exclamación de la niña, ¡qué lindo!, es la expresión de su placer; la segunda, la comprobación de un dolor. Ambas cosas pueden mezclarse y en efecto se combinan no sólo en el sadomasoquismo inherente a la condición humana, sino en muchas actividades.
Yo intento seducir a ese lector o lectora imaginarios desde el título del libro. Soy muy
cuidadosa con los títulos, procuro que siempre sean sugestivos. Quizás porque recuerdo que cuando era una adolescente (por tanto, una ignorante) me adentraba en el vasto mundo de las bibliotecas públicas con el único instrumento de los títulos de los libros. Desconocía a la mayoría de los autores que habían escrito millones de libros desde el comienzo de la Historia, y como no existía Internet, tenía que guiarme por los títulos. No sabía quién era Carson McCullers, por ejemplo, pero cuando descubrí en un catálogo que había escrito una novela que se llamaba “La balada del café triste”, lo compré enseguida. Un libro con ese título tan sugestivo tenía que fascinar a una lectora romántica como yo. El título estaba compuesto por palabras llenas de poesía para mí. “Balada” es una bella palabra llena de música y asociada al amor, al canto.
En cuanto a las cafeterías eran, y siguen siendo para mí, santuarios del deseo y de la seducción. Y las cafeterías tristes son un símbolo romántico: lugares de encuentros y desencuentros, de soledades, música y pasiones ocultas.
Por eso, cuando bautizo uno de mis libros intento que pueda sugerir, más que decir. “El museo de los esfuerzos inútiles” titulé una de mis colecciones de relatos. Me imaginé que el libro podía ser leído por gente con imaginación, con fantasía, dispuestos a saltarse los límites de la realidad. Así fue.
Si bien es cierto que cuando el escritor publica un libro desde ese momento el libro deja de pertenecerle y cada lector o lectora leerá su libro, no el que escribió el autor,
también es cierto que los escritores soñamos con el lector o la lectora que lea el que realmente escribimos. Y ese lector o lectora suele ser el traductor o la traductora.
Los traductores vocaciones, los que traducen por amor al libro y no por dinero, son verdaderos enamorados. El amor no es ciego (afirmación que hizo Sócrates de manera
radical: el enamorado es quien conoce mejor el objeto de su amor porque le presta una atención tan exclusiva, tan delicada que llega conocerlo mejor de lo que se conoce a sí mismo) y el traductor penetra (soy consciente de la acepción sexual del término) el texto como quien conquista un territorio, lo exprime, lo explota, lo desmenuza para poseerlo. También es verdad que se enfrentará a un escollo inevitable: aunque haya
leído el libro que el autor escribió, se enfrentará a una frustración: no hay traducción, sólo hay versión. Una palabra en una lengua nunca sonará igual en otra, con lo cual se pierde una parte invalorable del texto, que es su sonoridad. Una lengua es música.
Y las lenguas tienen diferentes musicalidades. Entre lenguas vecinas, del mismo tronco, como las latinas, es posible perder menos en la traducción, aunque siempre el traductor lamentará no haber podido salvar la musicalidad completa. Es verdad que decir amor es muy parecido a decir “amour”, pero la sonoridad es diferente, más clara en castellano, más oscura en francés. Aún así, reconociendo ese escollo insalvable, esa frustración, reconozco que como no sé griego antiguo, me felicito de que exista una buena traducción de la Ilíada, de Homero, donde pueda leer la metáfora con que la madre de Héctor le suplica que no combata con Aquiles, porque perecerá. En lugar de decirle “hijo mío”, le dice: “querido pimpollo a quien parí”. No sé cómo sonará en griego antiguo, pero me basta con la emoción de la metáfora. Veo el pimpollo, no al hijo.
Nadie conoce mejor un texto que quien lo traduce, porque para hacer una buena traducción hay que descubrir la elección que hizo el autor de cada palabra. Yo recuerdo una experiencia muy divertida con Anna Jonas, mi traductora al alemán, hace más de veinte años. Ella es poeta, también, y una experta traductora; lee y habla el castellano perfectamente.
Nos conocimos en Berlín, cuando yo disfrutaba de la invitación del DAAD. Yo había titulado un poema “Aquí todavía todo está flotando”, y a las tres de la mañana de mi primera noche en Berlín (Konstanzerstrasse) me despertó para preguntarme de dónde demonios me había sacado yo ese título. La verdad es que se lo había pedido prestado a Max Ernst, uno de mis pintores favoritos, a quien le había tomado en préstamo también el título del libro: Europa después de la lluvia, uno de los cuadros que más me han estremecido en esta vida. “Aquí todavía todo está flotando” era un pequeño dibujo del mismo autor, cuyo título usé en castellano, por no haber encontrado la referencia original. A las tres de la mañana de una invernal noche oscura en Berlín Occiddental, le respondí a Anna Jonas que el título era el de un dibujo poco conocido de Max Ernst. Mostró su escepticismo. Ella conocía muy bien la obra de ese pintor y no tenía ninguna referencia a ese dibujo, yo debía haberme equivocado. La presunción me ofendió, porque si bien soy humana y me equivoco muchísimas veces, recordaba perfectamente el dibujo que durante mucho tiempo colgó de la pared de mi escritorio. “¿Dónde está el dibujo? Enséñamelo”, me conminó Anna Jonas. Le dije que el dibujo colgaba de la pared de mi despacho en Barcelona, no se me había ocurrido viajar con él a Berlín. Colgó el teléfono diciéndome que iba a consultar (no a las tres de la mañana, supuse) a una especialista en la obra de Max Ernst.
Me fui a dormir confiando en la especialista en Max Ernst y por la mañana me dediqué a caminar por la Kudamm, que me fascinó, a entrar a las cafeterías berlinesas que me parecieron las más íntimas y acogedoras de este mundo, completamente olvidada del poema, de la traductora y de Max Ernst. Al mediodía, me llamó Anna Jonas. Ahora estaba mucho más amable. Había confirmado que el dibujo existía, ahora bien, ¿el barco al que yo me refería en el poema, flotaba en el agua o flotaba en el espacio?, porque en alemán, había dos verbos distintos según dónde se flotara. Esa revelación me sumió en el asombro. De modo que el alemán era una lengua tan refinada que podía distinguir entre flotar en el agua o flotar en el aire, como flotan los globos. Para mí, las revelaciones del lenguaje son tan importantes como para los primeros cristianos fueron la de los apósteles (los escritores somos los apóstoles de las lenguas). La cuestión era que, precisamente, en mi poema, yo quería mantener la ambigüedad, que no se supiera bien dónde flotaba la nave, si en en agua o en el aire, como ocurría en el dibujo de Max Ernst. Anna Jonas me comprendió, tradujo el poema lo mejor que pudo y supo y a partir de ese momento se estableció entre nosotras tal complicidad, tal armonía que recuerdo una vez, en un festival literario en Berlín, varias televisiones de diferentes países me estaban entrevistando, y yo, luego de dar una conferencia, me encontraba bastante cansada. Además, me hacían preguntas muy importantes que no tenían nada que ver con la literatura, sino
con la situación política de mi país de origen, Uruguay, que atravesaba el peor momento de su historia, con una horrible dictadura. Anna Jonas traducía mis respuestas en castellano para las televisiones de Suecia, Holanda, Alemania y otros países. En determinado momento, observando que yo estaba realmente agotada, me dijo en perfecto castellano: “si quieres respondo yo como si fueras tú” y efectivamente,
le agradecí que contestara como si realmente hubiera vivido alguna vez en Montevideo, como si conociera la dictadura. ¿Puedo decir que no las conocía? Cada vez que nos encontrábamos -y nos encontrábamos todos los días para dar largos paseos o pasar la tarde en esas hermosas cafeterías que yo adoraba- se había establecido entre nosotras una gran complicidad, ella quería saberlo todo de mí, no sólo aquello que había escrito y yo hablaba como si se tratara de mi doble, mi espejo. Como hacen muchas veces los traductores, al poco tiempo Anna Jonas se fue a conocer Montevideo, las cafeterías de las que yo le había hablado, las avenidas y las librerías que yo evocaba con nostalgia en época de exilio. Y podía responder por mí cualquier pregunta sobre el país.
La relación entre el traductor o la traductora y el escritor o la escritora es una relación amorosa, de seducción. Del mismo modo que es inevitable que surja un vínculo
erótico entre la modelo y el pintor (entre el modelo y el pintor) la relación que se establece entre traducido y traductor desborda la tarea profesional y se adentra en lo subjetivo, en lo amoroso, en el espejo. El traductor suele absorber el mundo imaginario de su traducido y muchas veces éste se siente invadido, aunque para mí, la emoción de sentirme invadida es estimulante, me gusta mucho compartir y no tengo miedo a perder lo que deseo dar.
Nadie puede halagar más el narcisismo de un escritor que su traductor o traductora que respeta enormemente la obra a la vez que la disecciona, la desmenuza para descubrir porqué empleó esa palabra y no otra. Hay un momento de fusión entre ambas personalidades que tiene muchas de las características del enamoramiento apasionado.
Pero el traductor no es ni debe ser sumiso. El escritor, tampoco.
En un breve diario que llevé durante tiempo, escribí lo siguiente: “Entre las peleas de enamorados, que revitalizan siempre a Eros, las que prefiero son las peleas por palabras que surgen entre quien me traduce y yo. Discutir con A. o con B. acerca de
si la palabra advenediza suena mejor en castellano que en francés o intentar explicar porqué prefiero vulva a sexo me enardece, me hace gozar y es una forma de conocernos mejor… y de amarnos más.”
Sin embargo, hay un momento peligroso en la relación íntima entre el escritor o la escritora y su traductor o traductora. Es cuando el traductor o la traductora se sienten los autores del texto, los creadores. Como traducir es poseer, dominar, a veces puede ocurrir que el traductor o la traductora crean ser los dueños de la obra. Es un pecado de vanidad que hay que cortar de raíz. Ni yo, la autora, soy la autora del texto
(en la medida en que tengo infinitas deudas con la realidad, con los demás escritores del pasado o del presente) ni el traductor o la traductora son los dueños del texto al haberlo traducido. Es verdad que mi libro Solitario de amor no existía en alemán hasta que alguien lo tradujo, pero ni yo, la autora, soy completamente responsable del libro, ni lo es mi traductora. Quizás la versión alemana sea nuestra hija en común, pero en todo caso, se trata de una complicidad, no de una autoría.
Debo decir que esa complicidad que se establece entre yo como autora y quien me traduce es de los sentimientos más agradables y placenteros que he experimentado en la vida. Y me entrego a él sin límites, sin guardar nada para mí. En realidad, yo también redescubro el texto en la medida en que alguien lo traduce; descubro aquello que mientras escribía venía del inconsciente y que al traducirlo, aparece en el ámbito de la conciencia. Es la única oportunidad que me doy de recordar aquello que escribí, poque estoy convencida de que para seguir escribiendo, hay que olvidar lo escrito. (En un programa de radio, hace un par de años, la locutora, en medio de la entrevista, leyó un poema y me invitó a descubrir quién lo había escrito. Del otro lado de la cabina, le hice gestos desesperados de ignorancia: yo no sabía de quién era el poema, aunque me parecía muy bueno. Ella, sin dejar de leer, me señaló firmemente con el dedo índice: yo era la autora. Me reí silenciosamente. Es verdad que había publicado ese poema hacía más de veinte años, pero formaba parte de mi desmemoria voluntaria de lo escrito, estrategia para seguir escribiendo.)
Y por fin, como toda relación amorosa, está el tercero incluido: el traductor suele traducir también pensando en alguien a quien ama, a quien le gustaría dedicar su traducción. En mi libro Playstation narré, en forma de poema, la experiencia más hermosa que tuve con un traductor. Fue un traductor espontáneo, un joven y guapo ingeniero forestal que trabajaba repoblando de encinas un bosque quemado en Catalunya. Por azar leyó mi novela Solitario de amor y se enamoró del libro. Como estaba también enamorado de una mujer, en París, que hasta ese momento había sido indiferente, y creyó encontrar en las páginas de mi libro los sentimientos y las emociones que él experimentaba hacia ella, comenzó a traducirle mi libro al francés por las noches, cuando la visitaba. La mujer se hizo cada vez más sensible al amor de mi traductor y un día comenzó a grabar el texto en francés. Él me lo envió, confesándome que no era un traductor profesional, sino un hombre enamorado, y a mí me gustó tanto su versión de mi novela que logré que la editorial francesa la publicara.
No pude menos que evocar el pasaje de La Divina Comedia, de Dante, cuando Francesca, condenada por sus amores adúlteros con Paolo a peregrinar siempre por el círculo de los lujuriosos, le narra al poeta cómo se enamoraron. Cuenta Francesca que una tarde Paolo –su cuñado- le leía en voz baja los amores del caballero Lancelote por la reina Ginebra (amores adúlteros), y cuando llegó al pasaje en que besa los labios de la reina, “éste, que nunca se separa de mí, besó los míos. // Esa tarde, no leímos más”, concluye delicadamente Francesca.
La cadena era inevitable: Paolo seduce a Francesca a través del texto de los amores de Lancelote y la reina Ginebra, del mismo modo que mi traducotr enamoró a su amada leyéndole mi novela Solitario de amor. Yo pude disfrutar de esta relación especular más que mi traductor, que no conocía el texto de Dante ni la leyenda de Lancelote del lago.
Quizás el amor no es en definitiva tan solitario, mientras existan textos para traducir:
son espejos. Y si a veces nos traicionan (1) también es verdad que nos revelan.

1) Octavio Paz, poeta y traductor, fue quien estableció el paralelismo: traducir-traicionar. Llamaba a sus traducciones “versiones”, porque concedía al traductor la facultad de modificar los textos. En verdad, hay traducciones que mejoran los originales y otras, lamentablemente, los empeoran.
A mí me violan sólo lo normal

Cristina Peri Rossi

El Tribunal Supremo ha rebajado en cuatro años la pena
de dieciocho impuesta a dos hombres que en octubre de 2004, secuestraron a una joven, la inmovilizaron, la golpearon, la condujeron a un descampado y la violaron varias veces, produciéndole heridas en el sexo, en el ano y lesiones en todo el cuerpo, además del trauma psicológico fácil de imaginar, insoportable de vivir. La joven pidió auxilio a gritos, en vano: no había nadie en los alrededores. Uno de los argumentos de tan noble institución para rebajar la pena es que las lesiones de la joven “no exceden de las naturales secuelas que conllevan esas conductas.” Observen la retórica: llama “conductas” a las violaciones. No, las violaciones no son conductas, aunque sean frecuentes: son violaciones. Una dictadura tampoco es una conducta. Es un delito. ¿Y cuáles son “las naturales secuelas” de una violación? Porque si el desgarro de la vagina, del ano, los hematomas, los golpes, son “naturales” a violaciones, tenemos que considerar… que la violación es algo también natural. Un hecho delictivo no puede tener “secuelas naturales”, salvo que el delito mismo sea considerado como un hecho natural. Si me asaltan por la calle y me parten la mandíbula, un brazo y me rompen los dientes,¿también el Supremo consideraría que esas lesiones son las “secuelas naturales” del hecho de que me roben?
A ver, a ver, estimados miembros del Tribunal Supremo:
¿cuáles son, a su entender, las “secuelas naturales de una violación”? ¿Cuántos centímetros debe de tener el desgarro vaginal? ¿Debe de llegar al útero o a las Trompas de Falopio? ¿Una violación “natural” ¿incluye la rotura del ano? Todas estas dudas me sumen en el desconcierto: si –Dios no lo permita- alguna vez me llegan a violar procuraré que me violen sólo lo normal. Tan alto tribunal, considera por otra parte que no hay que castigar como detención ilegal el secuestro de la joven, porque era imprescindible para la comisión del delito: no la iban a violar en medio de la calle, alguien podría haberlo impedido. Con la misma argumentación, si para robarme me llevan a un descampado, me atan, me meten un esparadrapo en la boca, no debe considerarse como detención ilegal, porque es más fácil robar a quien no puede defenderse.
¿Ocurriría lo mismo si los violados fueran hombres? Las mujeres no violamos (los delitos sexuales son exclusividad masculina), pero a veces, los hombres cometen “abusos sexuales” contra niños, por ejemplo. Entonces me viene a la memoria la famosa película de Clint Eastswood: Mystic River. La convertimos en un éxito hombres y mujeres. Era la venganza de tres hombres por los abusos sexuales de los que habían sido víctimas cuando niños. Estoy esperando que un buen director de cine haga una película sobre la violación de mujeres. Sobre lo que experimentamos y el Supremo llama “secuelas naturales”. Mejor que la haga una mujer. No tengo ganas de que el guionista encuentre que la responsabilidad la tuvo la mujer, por salir de noche o llevar minifalda.