viernes, 16 de noviembre de 2007

La verbena de La Paloma


El presidente chileno Bachelet estaba nervioso; las mandatarias de los países iberoamericanos, la presidenta de España y la reina tenían que debatir el tema: La cohesión social, y sólo había otro hombre en la reunión, el recién elegido Cristino Kirchner. La cosa empezó mal: la presidenta de Venezuela, Chavela, retrasó su llegada, porque en medio de la travesía se le ocurrió dialogar con la jefa de la guerrilla colombiana, Tirofija, para solucionar los treinta años de combates con cien mil muertos y eso no gustó a las demás mujeres; esas cosas había que dejarlas para la Sarkozy, que tenía mucho garbo. Chavela siempre buscaba protagonismo, y además, se vestía fatal, aunque hacía pocas semanas hubiera recibido la visita de la Naomi Campbell, que quedó extasiada ante los pozos petrolíferos de Chavela y los nuevos hospitales. Menos mal que Fidela no había venido, porque estaba con la regla, en su lugar había mandado a la Lage, que no usaba uniforme militar. Bachelet sabía que a sus invitadas les gustaba mucho hablar, para eso eran mujeres: mucha cháchara y pocas nueces. Él distribuiría el turno de palabra, y por si las moscas, pasó un papelito a todas las presidentas que decía: “Se ruega brevedad; la reina está un poco cansada”. Pero sabía que algo iba a ocurrir: cuando se juntaban la Eva Morales, la Chavela, la Néstora Kirchner y la Daniela Ortega, siempre salía el mismo tema: que los servicios básicos de sus países, la luz, el agua, el gas, la telefonía y la banca estaban en manos de empresas privadas españolas, que tenían unos beneficios leoninos que no reivertían, los mandaban a la madre patria (¿madre o madrastra? El Bachelet no lo recordaba bien.) Pero esta vez, pensó, contaba con el apoyo de la Zapatera, la Baby Sister, siempre sonriente.
Cuando comenzó el turno de oratoria, Daniela Ortega habló del capitalismo español, filial del europeo y del norteamericano. Pero la Zapatera estaba preparada: dijo que venía con los bolsillos llenos, esta vez, para ayudar a la cohesión social; bolsillos llenos, no sólo buenas palabras, como había ocurrido otras veces. Fue interrumpido por la Chavela (que había descendido del avión cantando “No soy monedita de oro, para gustarle a todos”) que acusó a la María Asnar (ausente por estar escribiendo un libro) de fascista y de financiar un golpe contra su gobierno. Esto le resultó intolerable a la reina Carlota, quien s le espetó: “¿Por qué no te callas?”. Chavela dijo que la reina no era nadie para hacerla callar, porque sería mucho reina de España, pero no de Venezuela, frente a lo cual, con mucha dignidad, la reina se retiró a sus aposentos. Bachelet tuvo que acudir apresuradamente al otro lado, porque la Néstora Kirchner y la Tabaré Vázquez estaban peleándose a puntapiés por unas papeleras suecas. “Son como niñas”, reflexionó Bachelet en voz baja, mientras los separaba. ¿Por qué no habría más presidentes hombres, seres sensatos, pacíficos y conciliadores?

EL MUNDO,16 DE NOVIEMBRE DE 2007

viernes, 2 de noviembre de 2007

Todo el peso del mundo

Nací en un país pequeño (dos millones de habitantes) habitado por emigrantes europeos, víctimas de las hambrunas y de las guerras europeas: españoles, italianos, polacos, alemanes, checos, más turcos y armenios. A la izquierda de mi casa, vivía un zapatero remendón, judío alemán, escapado de un campo de concentración. A la derecha, un ex oficial nazi, al que le faltaban tres dedos. El judío pasaba el día leyendo versículos de la Biblia y soñaba con Israel; el oficial, extrañaba los cielos de Berlín y tocaba finamente la flauta travesera. No se saludaban.. Cuando le pregunté a mi madre por ese silencio, me contestó: “Ambos son alemanes, pero en Europa, uno hubiera matado al otro. En cambio, aquí, no se tratan, pero se respetan.”
Pasé la adolescencia leyendo y devorando todas las películas que hablaban de la Segunda Guerra Mundial (en especial las soviéticas) desde el Diario de Ana Frank a Vuelan las grullas y escuchando emocionantes relatos de exiliados y refugiados: los vascos que guardaban una botella de champán para el día de la muerte de Franco, los rusos que habían luchado contra Hitler y contra Stalin, los judíos que habían perdido toda su fortuna por un pasaporte falso que los libró del campo de concentración, y ahora vendían helados o eran prestamistas. Conservo un cuaderno donde anoté el número aproximado de muertos que causó la Segunda Guerra Mundial: veinte millones de rusos, seis millones de judíos, tres millones de alemanes. Es un recuento parcial. Faltan los muertos de la Resistencia, los muertos italianos, los norteamericanos, los ingleses, los polacos…
Me sorprendí al encontrar en la novela Las benévolas, de Jonathan Littell (reciente premio Goncourt; no fue a recibirlo) un recuento semejante. Quizás sólo se puedan admirar las novelas que una misma hubiera querido escribir, y ésta es la novela que a mí me hubiera gustado escribir, y si no lo hice, la especie humana me puede perdonar, me puede perdonar la Historia, porque un neoyorkino nacido en l967, criado en Francia, miembro de una ONG en Rusia y en Chechenia lo ha hecho con un propósito definido: que esto no vuelva a ocurrir. Littell la ha escrito en francés, aunque también escribe en ruso (no le ha pedido opinión a ningún político catalán acerca de cuál es su cultura, si norteamericana, francesa o rusa, porque como es un genio, sabe que las grandes obras son universales, con independencia de la aldea donde nació el autor) ¿Una novela sobre la Segunda Guerra Mundial puede convertirse en el éxito de este año? Sí, porque much@s estamos hart@s de literatura light, narcisista e intrascendente, reclamamos que opine, que diga algo sobre los horrores de la humanidad. Una de las frases más inquietantes de esta gran novela dice: “Por supuesto, ya se ha acabado la guerra. Y además, hemos aprendido la lección: no volverá a suceder. Pero ¿estamos completamente seguros de que no volverá a suceder? En cierto modo, la guerra nunca se acaba, no se habrá acabado hasta que entierren sano y salvo al último niño nacido el último día de lucha.”


EL MUNDO, viernes 2 de noviembre 2007

domingo, 28 de octubre de 2007

Yo no soy Simone de Beauvoir

Esta fue la irritada respuesta que le dio Doris Lessing a un periodista, en Barcelona, en l999, cuando recibió el Premio Internacional de Cataluña. El periodista la había llamado “la Simone de Beauvoir anglosajona”. Ambas estuvieron intensamente comprometidas con los problemas políticos, sociales, sexuales y de género del siglo XX, pero Simone de Beauvoir fue, fundamentalmente, una gran ensayista (su libro, El segundo sexo tuvo una influencia decisiva en la revolución feminista) y Doris Lessing, en cambio, es una gran novelista. Allí donde Simone analiza, piensa, explica, Doris Lessing narra: lo que tiene que decir (muchísimo) lo dice a través de sus personajes, de sus peripecias vitales. El cuaderno dorado, de 1962, considerada por muchos su mejor novela, fue una especie de Biblia del feminismo anglosajón, sin que haya una línea de teoría; narración ambiciosa, abarca desde el psicoanálisis al estalinismo, las relaciones entre la ficción y la realidad, la sexualidad, la neurosis, la cultura moderna, la liberación femenina, la situación del colonialismo en África y el racismo, todo a través de la vida de personajes de psicología compleja. De esta novela, Mario Vargas Llosa dijo: “No creo que haya en la literatura inglesa moderna una novela más comprometida, según la definición de Sartre”. Porque Doris Lessing ha estado siempre comprometida con la realidad, desde su adolescencia en Rodesia hasta hoy, a los 89 años. Su biografía ha sido la fuente de su amplia obra (más de cincuenta libros). Conoció los horrores de la guerra a través de su padre, herido en la Primera Guerra Mundial, y las injusticias del imperialismo europeo en África; se casó muy joven, tuvo dos hijos, y huyó del matrimonio y de la maternidad que la condenaban a la frustración, “a la locura o al alcoholismo” eligiendo Londres y la literatura. Rebelde, inconformista, nadie ha conseguido hacerla callar, ni tampoco, han conseguido comprarla: vivió pobremente porque nunca le ha importado ser pobre, y tuvo varias aventuras amorosas que ha contado en sus novelas porque ama la libertad. Toda su obra podría resumirse como “las ilusiones perdidas de mi generación”. Porque ha creído en las grandes ideologías del siglo XX (estuvo afiliada al Partido Comunista y luego, renegó de él) y ha dejado de creer cuando la realidad le demostró que fracasaban.
Jamás ha tenido pelos en la lengua. Zanja esas desilusiones considerando que cualquier idealismo es un error, pero al mismo tiempo, se preocupa por la falta de compromiso de las nuevas generaciones.
Ha sido la gran narradora de la contemporaneidad, siempre crítica, distanciada, como si su misión fuera describir el mundo en el que le ha tocado vivir para dejar testimonio.
El cuaderno dorado la convirtió en una de las escritoras más famosas del mundo, pero una novela posterior, La buena terrorista fue implacable con las ilusiones revolucionarias. La protagonista, Alice, es una buena chica dispuesta a cambiar el mundo a fuerza de bombazos, aunque ama a su gato. “Hitler escuchaba a Beethoven y era tierno con los niños”, declaró la novelista.
Hay una anécdota que la define de manera clara. En l981, cuando tenía 61 años y era la escritora anglosajona más leída, entregó el manuscrito de una novela, Diario de una buena vecina a su agente, con el seudónimo de Jane Somers. Fue rechazada por todas. Quiso demostrar que la maquinaria de las editoriales no se guía por los méritos literarios, sino por el éxito. El éxito genera el éxito, dijo. En cuanto al estilo, sabe cambiar el realismo de la gran tradición inglesa del XIX con incursiones en lo fantástico como en Shikkasta (1986). Ha vivido los suficientes años como para que por fin, la Academia del Nobel le conceda el premio. En casa, habíamos sido más justos: obtuvo el Príncipe de Asturias en el 2001.

EL MUNDO, 11 de octubre de 2007