sábado, 20 de septiembre de 2008

A mí me engañaron


¿No era que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, con una economía bollante, sociedades de alto nivel de consumo, segundas residencias, jugadores de fútbol galácticos, desfiles de modelos en pasarelas siderales, lla costa sembrada de adosados, las mafias traficando , el éxito del ultraliberalismo económico? ¿No era que la historia había terminado con el triunfo del capitalismo y la caída del muro de Berlín? Algo salió mal en las cuentas de los triunfadores, porque John Train, presidente de Merrill Lynch, con un sueldo anual de treinta millones de dólares subió a su auto con cara de preocupación, cara de perdedor, y si un tío que gana treinta millones de dólares al año es un perdedor, ¿qué podrán sentir nuestros universitarios sin empleo, los médicos mal pagados, los investigadores sin fondos, los desempleados, los camareros, las ama de casa, los jubilados? John Train tiene, además, su sueldo blindado: cobrará más de cuarenta millones de dólares si le rebajan el cargo. Cualquier persona con un mínimo de cordura sabe que las pirámides llega un día que no pueden crecer más; entonces, se desmoronan. Pasó con los bulbos de tulipán en Holanda, con las tecnológicas y ahora con las hipotecas. Es la diferencia entre una pirámide económica y la de Keops. Y los banqueros ultraliberales, tan reacios a permitir la intervención del Estado en el control de sus beneficios, en la investigación de sus cuentas, claman ahora para que el Estado les salve los muebles. ¿No era que el Dios Mercado se autorregulaba (primer misterio de la Santísima Trinidad) y que había que mantener al Estado lo más lejos posible de su funcionamiento y de sus beneficios? Yo pienso que los Estados que han renunciado durante muchos años a inmiscuirse en los negocios de los ricos, adoptando la filosofía del laissez faire, tampoco deben acudir a salvar la crisis del capitalismo. Pero claro, yo no soy directora del Merrill Lynch, y por no tener, no tengo ni siquiera una hipoteca. La tarea de los Estados es proteger a los más necesitados, a los que no hicieron fabulosos negocios vendiendo terrenos recalificados o con los warrants; proteger a los que han malvivido con sueldos escasos y no han tenido parte en el desarrollismo estrafalario. Cada veinte años el capitalismo (ojo, los países pobres también son capitalistas) tiene una crisis. Sirve para “limpiar el sistema”, como dijo con cierta desaprensión Solbes. Es verdad que lo limpia de una parte de la escoria, pero es una mínima parte; la peor, la llevan los miles de trabajadores en paro y los recortes en gasto público. No es lo mismo que Johan Train pierda su empleo que lo pierda mi vecina, que no tiene sueldo blindado, ni casa propia, no se acuesta con ningún secretario de ministerio, no trafica con influencias ni tiene un primo en la Administración. Cada veinte años, el capitalismo tiene una crisis sospechosa: le sirve para “desprenderse” de miles de trabajadores, para seguir con la “contención salarial” y fomenta la abstinencia de los sindicatos, que se someten sin chistar. Después, milagrosamente, se recupera.