domingo, 23 de mayo de 2010

el espacio de la escritura

El espacio de la escritura

Cristina Peri Rossi

Si mi casa es la escritura, como declaré en el primer poema de Habitación de hotel
(Plaza y Janés, 2006) ¿qué clase de casa es? Siempre es una casa con una ventana
al exterior, por donde yo pueda alargar la mirada, perderla, mirar sin ver, mientras el
texto fluye, desde el interior hacia afuera. Escribo, pues, en un rincón de la casa desde
el cual pueda ver una ventana.
El lugar no tiene que ser muy aparatoso. Quiero decir: si tuviera un despacho elegante,
amplio, con magníficas vistas, y lleno de comodidades, posiblemente me inhibiría.
Tengo que sentir que escribir no es una tarea que necesite mucha sofisticación, ni
muchos afeites: lo importante es lo que se escribe, no cómo ni dónde ni con qué.
Por ejemplo: sé que no puedo escribir en cuadernos muy delicados, caros, lujosos:
me inhibo. Si el papel o la encuadernación son muy finos, me pesa demasiado el
soporte de la escritura, atrae mi atención. En cambio, una vez encontré unas alargadas
libretas negras, de un tamaño medio, ni grandes, ni chicas, con papel en blanco, y
compré casi todo el stock de la papelería: me di cuenta enseguida de que tenía el tamaño,
el color y la forma adecuadas para escribir a mano.
Un espacio con una ventana. Es lo imprescindible. No tengo manías: el espacio puede
ser pequeño y también compartido, siempre y cuando la persona con quien lo comparta
no escuche música.
Cuando era joven, podía escribir con música –clásica-, pero luego, comenzó a molestarme.
En cambio, si hay gente a mi alrededor, pueden conversar, alto o bajo, me da lo mismo:
me concentro con gran facilidad. Creo que eso es lo que me caracteriza: la gran capacidad
de concentración; entro y salgo del texto que estoy escribiendo –poema, cuento, fragmento de
novela- con facilidad, sin temer las interrupciones. Agradezco incluso que me hablen, que
me pregunten si hay mantequilla, si llevé el pantalón o la blusa a la tintorería: entre la realidad
exterior y mi realidad interior hay tal línea de separación (muro) que no interfieren, no se molestan.
Pero cuando doy la escritura por terminada (no escribo todos los días) me gusta mucho que haya
alguien a mi lado para devolverme a la realidad, de lo contrario, aunque haya cesado de escribir
físicamente, corro el riesgo de seguir escribiendo interiormente y que se establezca entonces
una dualidad: el cuerpo en un parte, la mente en otra.
No siento ninguna clase de angustia frente a la hoja en blanco, por la sencilla razón de que
nunca me siento a escribir sin ganas de escribir. No tengo que buscar ni la frase, ni el verso,
ni la escena: escribo cuando tengo la frase, el verso, la escena.
Diferencio clarísimamente entre la escritura física –el momento en que me siento ante el ordenador
o el papel- y la escritura interior, que es casi continua. Y no coinciden. Olvido muchísimas cosas
que pensaba escribir, las abandono. Sé que las importantes volverán, retornarán. Tampoco fuerzo
la escritura. Puedo tener un tema que me parece digno de ser escrito, pero hasta que no resuelvo
interiormente el ángulo del narrador o del poeta y la emoción que quiero causar, no escribo. Por tanto, el papel en blanco para mí, no existe.
No tomo notas. Sé que lo importante volverá. Confío muchísimo en el inconsciente: ese es el espacio
Interior de la escritura. El espacio exterior tiene menor importancia para mí.
Sólo dos manías: detesto que mientras estoy escribiendo frente al ordenador alguien se acerque
para mirar por encima de mi hombro y no me gusta tampoco que alguien lea lo que está escrito
antes de que yo lo considere terminado. Odio la pregunta: ¿y ahora qué va a pasar? En primer
lugar, porque yo no sé qué es lo que va a pasar: escribo para saberlo. Si lo supiera, no lo escribiría.
Escirbir para mí es descubrir la única manera en que las cosas tienen sentido, un sentido, por lo menos. De modo que si lo supiera desde antes, ya habría dejado de interesarme.
Tuve una época (alrededor de los 38-40 años) en que me gustaba escribir vestida completamente de
blanco, uno de mis colores favoritos. Blusa o camisa blanca, pantalón blanco y zapatos blancos.
Me sentía muy cómoda de esa manera. Pero esa manía la abandoné al cabo de tres o cuatro años.
En la época de las máquinas de escribir manuales, solía tener tres. Alguna vez, he escrito simultáneamente en las tres. En una, un relato. En las otras, dos relatos diferentes. Saltaba de una a otra según el proceso interior. Y de pronto, me ponía de pie, me olvidaba por completo de lo que estaba escribiendo y me iba a la cocina, a preparar una tarta de fresas, con jalea incluida. Recuerdo que una vez, mi compañera de piso leyó lo que estaba escrito en las tres máquinas diferentes y me preguntó: ¿Y cómo siguen? Yo, que estaba en plena tarea de repostería, le dije la verdad: “ No lo sé. Pero mientras
cocino, sé que no sólo estoy cocinando la tarta de fresas: cuando termine de cocinar, sabré cómo siguen, sin haber
pensado explícitamente en eso. Confío en el pensamiento sin palabras, en el oculto.”Y así fue.

miércoles, 19 de mayo de 2010

EL BARCO DE LOS LIBROS

Cristina Peri Rossi


Antoni Comas, presidente del Gremi de Editors de Catalunya, presentó hace unos días Una nave de libros para Barcelona: un crucero que traerá desde Roma a más de mil pasajeros, la mayoría turistas y algunos escritores italianos, a celebrar el día de Sant Jordi.
La idea me parece buena: no sólo del Estadio del Barcelona debería vivir el turismo.
Un barco cargado de lectores me trajo a la memoria un barco cargado de libros que conocí en mi juventud, en Montevideo. Los grandes transatlánticos de entonces eran ciudades en miniatura. En el que yo me exilé, de línea italiana, había capilla, sala de juegos, sala de cine, y una pequeña biblioteca. Pero el que recuerdo es un barco fascinante: el Cormorán y Delfín.
Era de la marina mercante, y su capitán, el poeta argentino Ariel Canzani había instalado una gran biblioteca especialmente dedicada a poesía. Recorría los mares anclando en puertos lejanos entre sí, Buenos Aires, Norfolk, Lisboa, Génova donde se entrevistaba con poetas y luego, traducía y publicaba esta red de poesía en la revista del mismo nombre que editaba con esmero. Una revista única en su época, en lengua castellana: universal, moderna, con poesía inédita de todas partes del mundo.
Yo lo conocí en 1969, cuando la revista ya llevaba varios años y subí al barco, a contemplar aquella biblioteca marina, a convesar, fumar y beber con aquellos oficiales versados en poesía que recitaban a Walt Whitman, a Allen Ginsberg, al prohibido García Lorca o a Baudelaire con emoción y orgullo.
Un barco cargado de poesía… El Cormorán y Delfín zarpaba en largas travesías y cuando volvía, en su bodega había mercancías y muchos poemas inéditos para traducir.
Creo que publiqué mi primeros poemas en esa revista.
La imagen me fascinaba: una nave llena de letras. Sólo un par de números (de portada amarilla y letras negras) creo que sobrevivieron a mi exilio.
(Las bibliotecas suelen extraviarse en las penalidades de esta otra travesía.)
Muchas veces me pregunté qué habría sido de este chispeante capitán poeta, que tenía, además de barba, una conciencia social acusada. Era un hombre de izquierdas y creía que la poseía no era un objeto de culto, solamente, sino un instrumento de conciencia.
Había nacido en 1928, e imaginé que la siniestra dictadura argentina podía haber acabado con su vida y su barco de poesía. Hoy, en Internet, encontré la fecha de su muerte (1983) y un sencillo homenaje, que reproduce uno de sus poemas. La revista parece que sigue editándose, porque uno de los oficiales
se contagió. El virus de la poesía recorre las aguas otra vez.